Aunque solemos verlos como mundos separados, el arte y el deporte han caminado de la mano durante milenios. A continuación exploramos la relación entre estos dos conceptos y celebramos el talento y las habilidades de quienes los emplean para expresar y generar emociones.
Por Victor Martínez Ranero
Los artistas siempre han encontrado inspiración en el deporte y en los individuos que lo practican. Esta dinámica puede apreciarse en cada una de las siete bellas artes, empezando por la escultura. El Discóbolo de Mirón, por ejemplo, obra griega del siglo V que representa a un lanzador de disco y que hoy puede encontrarse en el Museo Nazionale Romano, es fruto de esta relación. Lo mismo puede decirse de ejemplos contemporáneos como el monumento que retrata a Michael Jordan en pleno vuelo y que se puede admirar en el United Center de Chicago. En cuanto a la pintura, si uno ve “Les Courses à Longchamp”, la célebre obra de Édouard Manet que representa una carrera de caballos y que actualmente está en el Art Institute of Chicago, resulta evidente la emoción que dicho evento generó en el genio impresionista. Algo similar debe haber sentido el laureado cineasta Martin Scorsese respecto al boxeo que lo llevó a filmar, con Robert De Niro en el papel protagónico, el clásico Raging Bull que sigue la carrera y vida del boxeador Jake LaMotta. Un ejemplo más del séptimo arte es Rush de Ron Howard, cinta de 2013 que aborda la rivalidad entre James Hunt y Niki Lauda, grandes ídolos de la Fórmula 1. ¿Qué hay de la música? Basta con escuchar un par de acordes de Chariots of Fire de Vangelis, el tema principal de la película del mismo nombre, para sentir una descarga de adrenalina y ganas de correr tan rápido como puedan llevarnos nuestras piernas. Por supuesto, la literatura tampoco es ajena a las grandes gestas de los atletas. El boxeo hace su aparición en varios textos de Ernest Hemingway, desde cuentos como Fifty Grand hasta su célebre novela The Sun Also Rises. Por otro lado, todo amante del deporte blanco deberá leer alguna vez Roger Federer as Religious Experience, el ensayo publicado en New York Times Magazine en el que David Foster Wallace analiza con lujo de detalle al recién retirado genio suizo. En cuanto a la arquitectura, un vistazo a los grandes estadios en los que se han jugado las Copas del Mundo, desde Maracaná en Río de Janeiro hasta el Olympiastadion de Berlín o Lusail en Qatar es suficiente para advertir el lazo que une a quienes diseñan los recintos y aquellos que los convierten en sitios sagrados con su entrega y talento. Finalmente, la danza. Entre las artes, esta es la más cercana al deporte en cuanto a ejecución y cualquiera que ponga en duda los méritos atléticos de los bailarines no está poniendo atención. Estas personas combinan gracia, sutileza y belleza con una enorme capacidad física. Son individuos que, al igual que los deportistas, se expresan mediante sus cuerpos. Esa es, precisamente, la segunda manera en que arte y deporte están relacionados: en su capacidad de generar un impacto emocional tanto en quienes los realizan como quienes los disfrutan. Así como una pieza musical puede conmover al melómano hasta las lágrimas, para un amante del deporte aquella rutina ejecutada a la perfección sobre las barras asimétricas por la entonces adolescente Nadia Comaneci, que le valió un 10 en 1976, es capaz de detonar un torrente de emociones que culmine en el llanto. Mientras que el pintor tiene como herramienta un pincel, el músico emplea un instrumento y el fotógrafo echa mano de una cámara, el atleta utiliza su propio cuerpo para expresarse y el resultado es igual de impresionante. Descubre el artículo en la edición impresa CARAS ENERO