Père-Lachaise es el ‘hogar’ de grandes poetas, escritores, pintores, tenores, pero también está lleno de historias menos conocidas, que igual son asombrosas.
Apareció en julio, en el recodo de una senda del Père-Lachaise. Una escultura de una mujer, una tumba todavía vacía, una propietaria anónima y una sospecha de megalomanía: la ecuación perfecta para alimentar los mitos y leyendas del cementerio más famoso de París.
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En una mañana soleada de septiembre, en el “Carré des Romantiques” (la parcela de los románticos), la parte más antigua del cementerio donde descansan Chopin y Géricault, una pareja contempla a la mujer en mármol de Carrara, de 1,85 metros de altura, con una placa sin inscripción. “En mi opinión es Deneuve”, dice el hombre, fijándose en el rostro de la estatua, que efectivamente guarda un parecido con la famosa actriz francesa.
El autor de la escultura, Gérard Lartigue, esboza una sonrisa. Vino a descubrir su obra in situ, tras enterarse, por casualidad, de que finalmente había sido instalada en el camposanto.
Es un secreto. No dirá quién la encargó. Se limita a comentar que es una escritora apasionada por el Antiguo Egipto, a la que solo vio una vez.
“Recibí una llamada hace poco más de un año, preguntándome si quería hacer una obra para el Père-Lachaise”, cuenta a la AFP. Dijo que sí sin pensárselo. No se rechaza la posibilidad de figurar en el cementerio parisino, con sus famosas tumbas - Molière, Maria Callas, Oscar Wilde, Jim Morrison ... -, sus sendas sinuosas y arboladas y sus tres millones de visitantes al año.
Le entregaron en el taller un bloque de 700 kilos de mármol de Carrara. El escultor trabajó seis meses para crear lo que él llama “la faraona”, por la pasión que la propietaria siente por la reina del Antiguo Egipto Hatshepsut.
- “No es no” -
“Megalomanía, lo insólito, lo desconocido, lo absurdo: Père-Lachaise es un teatro fantástico. No hay reserva más bella de Historia e historias”, afirma entusiasmado Bertrand Beyern, un escritor que se autodenomina “necrósofo” y pasea por los cementerios desde que es adolescente.
Este parque fue construido en 1804 sobre una colina del noreste de París, donde más de un centenar de comuneros fueron fusilados por tropas gubernamentales en 1871. Alberga 70.000 sepulturas y 26.000 urnas en el columbario.
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Más allá de los mitos del cementerio (borracheras sobre la tumba de Morrison, besos con pintalabios sobre la de Oscar Wilde, visitas esotéricas a la del padre del espiritismo Allan Kardec ...), este lugar está lleno de historias menos conocidas, pero igual de asombrosas.
Las sepulturas anónimas valen la pena. Como una placa en el columbario, sin nombre ni apellido, sin fecha. Solo una inscripción: “No es no”.
“Es el epitafio más nihilista imaginable”, afirma Beyern, quien también cita la tumba de una señora fallecida hace 150 años, en la que el viudo escribió: “Espérame mucho tiempo”.
- Telégrafo y cámara fotográfica -
La construcción de un monumento funerario requiere la autorización del conservador del cementerio y una opinión del arquitecto de los edificios de Francia, explica el Ayuntamiento de París. Y, en teoría, no se puede erigir una sepultura antes de morir.
Esto no impide los monumentos más extraños, como la tumba de Claude Chappe, inventor del telégrafo óptico a finales del siglo XVIII: rocas cubiertas de musgo coronadas por un pequeño telégrafo. O la de la hija de la célebre miembro de la Resistencia francesa durante la ocupación nazi Berty Albrecht, Mireille, escritora, galerista, viajera, musa de Saint-Germain-des-Prés: una silla bistró abigarrada de azul, blanco y rojo, en equilibrio sobre la lápida.
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Otro monumento llamativo es el imaginado por André Chabot, un fotógrafo francés especializado en arte funerario, para su futura sepultura. Se trata de una enorme cámara fotográfica de granito negro colocada en el interior de una capilla. Tampoco tiene nombre, sino un código QR en la entrada, que, si se escanea remite al sitio web del artista.
“Hay recién llegados constantemente, Père-Lachaise es un organismo en movimiento”, describe Bertrand Beyern, antes de detenerse ante el monumento más antiguo del cementerio, construido a la gloria de un soldado del ejército de Napoleón. Se llamaba Guillaume Lagrange y murió “en los desiertos de Polonia” el 4 de febrero de 1807, donde fue enterrado. Su madre mandó erigir una piedra en la que está grabada, en estilo infantil, la historia de la corta vida del joven.