Jaime era un personaje de novela. Símbolo del Acapulco de sus amores

López-Dóriga Jaime Camil columna

Por Joaquín López-Dóriga, columnista invitado ¡COMPADRITO QUERIDO! Así me decía siempre mi inolvidable compadre Jaime Camil, un personaje irrepetible. A Jaime lo conocí desde hace más de cincuenta años, cuando iba a casa de mi mamá a venderle huevos. Ya en aquellos tiempos era un emprendedor, palabra que no existía, y ya era un tipo encantador y divertido. Lo seguí por la vida, la primera vez que salió a cenar con Tony en Acapulco, fuimos juntos. Por un tiempo dejamos de vernos hasta que nos reencontró Gabriel Alarcón. Y desde entonces ya no nos dejamos. Jaime era un personaje de novela, símbolo del Acapulco de sus amores, decir Jaime Camil era decir Acapulco, y a la inversa. Recuerdo tantas historias… Una noche que fuimos en familia a ver a Juan Gabriel al nuevo centro de convenciones del que ya salimos en la madrugada por que el de Juárez no dejaba de cantar. La tarde que Arturo Elías, por gentileza de Alejandro Soberón, nos invitó a unos pocos al CICI, todas las familias llenas de niños. Recuerdo que Jaime llegó con Enrique Peña Nieto y su esposa Mónica Pretelini quien moriría en la misma sección de terapia intensiva del ABC de Santa Fe, en la que se fue Jaime, el 11 de enero de 2007. Lo apunto porque mi compadre acompañó al entonces gobernador en esa misma instalación. Para Jaime no había imposibles, todo era una broma menos su generosidad. En el aeropuerto de aviación civil de Acapulco había un hombre paralítico y siempre que viajaba se echaba un billete de cien dólares al bolsillo que entregaba discretamente al minusválido. Su avión era taxi y ambulancia aéreos. Siempre lo ofrecía, sobre todo, en las emergencias médicas. Cuando Raúl Velasco estaba muy delicado del hígado y en la fila para obtenerlo de un donador, le avisaron a Acapulco que ya había uno, pero que tenía que llegar en horas a San Antonio, Texas, para hacerle el trasplante. Jaime se enteró y lo mandó en su avión. Así salvó la vida. Y como a Raúl, a muchos más. Él no llevaba esa cuenta ni ninguna otra. La noche del 31 de diciembre de 1993, había cena en su casa, como todos los años, con los más espectaculares fuegos artificiales de la bahía. Esa noche, Ernesto Zedillo, entonces coordinador de la campaña presidencial de Luis Donaldo Colosio, estaba en Acapulco e iba a celebrar la Nochevieja con el gobernador Rubén Figueroa, pero el presidente Carlos Salinas lo invitó a pasar su último año nuevo en Los Pinos, por lo que le pidió a Jaime que atendiera en su casa a su invitado, que él los alcanzaba después. Aquella medianoche fue trágica: a la misma hora en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, con el primer minutos del uno de enero de 1994, los zapatistas declararon la guerra al Estado Mexicano y al gobierno de Carlos Salinas, registrándose enfrentamientos armados con el Ejército con muertos y heridos. Lo que nunca imaginó Salinas ni nadie, estalló en el sureste. El presidente se retiró de la fiesta y Figueroa se regresó y alcanzó a Zedillo en casa de Jaime. De allí nació una amistad imposible de entender: Jaime el irreverente y Zedillo con un sentido del humor casi inexistente, cero. Allí, a su casa, iba el entonces coordinador de la campaña de Luis Donaldo Colosio. Tras su asesinato en Tijuana, el miércoles 23 de marzo de aquel 1994 lo sucedió como candidato presidencial del PRI, y como presidente seguía yendo a casa de Jaime a jugar tenis con Oliver Fernández, uno de los mejores tenistas profesionales que ha tenido México y el más querido amigo de mi compadre. Cada vez que yo iba a Acapulco me mandaba unas tinas de pozole verde guerrerense, mi favorito y su mensaje: ¿Qué más se te ofrece, compadrito querido? Con motivo de la pandemia, se confinó en su casa de Acapulco. Fuera de su familia no vio a nadie. Los últimos meses y días los pasó con su querido amigo Ramiro y Javier Castro. Ellos fueron los que la tarde del viernes 4 lo llevaron al hospital porque se sentía mal. ¡Vaya que se debe haber sentido mal para que aceptara ir…! Allí lo atendieron y quiso volver a su casa a pesar de las recomendaciones médicas de que pasara la noche allí, en observación. Pero detestaba los hospitales y se fue. El sábado ya no amaneció. En la madrugada lo llevaron de regreso, ya muy delicado y con él se reunió toda la tribu Camil. El domingo por la mañana lo trasladaron en una ambulancia aérea a la Ciudad de México y por la noche el médico de terapia intensiva dio el reporte que nadie quería oír: Ya. Unos momentos antes me pude despedir de él, en la soledad de un cubículo en el que yacía sereno, dormido. Le reclamé en voz alta ¡Pinche compadrito…! ¡Cómo se te ocurrió…! Y le reclamé: Yo siempre creí que eras inmortal y mira… Hoy digo, sí, pinche compadre… Yo tenía razón. Eres y serás inmortal en la memoria de los que te queremos y no te olvidaremos.

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