La reina Isabel II tiene tras de sí una historia de lucha y poder que ha convertido a la corona inglesa en una de las más importantes.
Es innegable que una de las dinastías que más interés despierta en el mundo cuando hay que hablar de la monarquía, es la familia real inglesa, los Windsor, quienes tienen la atención completa, quizá porque reúnen dos requisitos indispensables a lo largo de su historia y de todas sus dinastías: el compromiso de poner como prioridad a nación y sin duda, los escándalos amorosos que los caracterizan.
La reina Isabel II nació para serlo y es que a pesar de que ella no ocupaba un lugar que por su naturaleza la encaminara a convertirse en monarca, las fichas de dominó de su vida se acomodaron a la perfección para que lo fuera y repitiera de muchas maneras parte de la historia de su tatarabuela, la reina Victoria: ambas reinaron desde muy jóvenes, tuvieron la suerte de casarse muy enamoradas del hombre que en cada caso se convirtió en compañero inseparable, y otro punto en común que las vuelve muy cercanas es que su administración al frente de la corona británica ha sido enriquecedora para el presente y el futuro de Inglaterra.
La fuerza de una reina
Parece increíble que la pequeña apariencia de Victoria de Hannover, haya sido suficiente para marcar un antes y un después en la monarquía, Jean des Cars, autor del libro La saga de los Windsor, señala, al respecto: “Victoria dio un nuevo rostro a la Corona y le aplicó un adjetivo: existe una era victoriana igual que hubo una época isabelina. Si la monarquía victoriana parece mecánica y a veces impersonal, es porque tenía que ser estirada para protegerse y fortalecerse, en dos palabras para imponerse”.
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Este concepto era definitivo y alcanzó incluso a su madre. La reina Victoria en su afán por borrar de su reino toda huella de la presencia alemana que se había mantenido en la monarquía inglesa, hizo que expulsara a su madre de la corte, por considerar que era demasiado alemana para estar cerca de su administración.
La llamada “Rosa de Inglaterra” dio paso a la Revolución industrial, y de esta forma el país que ella tomó en sus manos y que tenía muchos retrasos, se transformó paulatinamente; llegaron las fábricas, los trenes a vapor, creando así una red ferroviaria de grandes alcances. Pero también se sucedieron importantes cambios en otras áreas como la ciencia, la cultura y la economía, lo que marcó un enorme crecimiento para su país y a su muerte, había dejado una herencia invaluable: Inglaterra se había convertido en una potencia mundial.
La obsesión que cambió la historia
Con su partida, su hijo Jorge V, tomó el poder y al igual que su madre continúo con paso firme, haciendo de su reinado un sinónimo de éxito. Él supo hacer gala de su gran experiencia en asuntos de Estado y durante la Primera Guerra Mundial se entregó por completo a su país, dándoles ánimo a los soldados combatientes y trabajando sin descanso por el bien de sus súbditos.
Esta actitud le valió para ganarse el afecto y la admiración del pueblo que veía con muy buenos ojos que promoviera el amor a la patria, fue justamente en ese periodo cuando muchos jóvenes, por convicción, se alistaron al ejército.
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Pero ya desde entonces su heredero Eduardo, daba de qué hablar, 1929 ya se hablaba de su romance con la vizcondesa Thelma Furness, quien contaba con un matrimonio fracasado y un hijo. Toda Inglaterra sabía que era su amante y esto causaba malestar en todos los medios, sin embargo, quedaba en el entendido que esa relación no prosperaría. No obstante en 1931, fue ella misma quien organizó un evento de cacería en una de sus propiedades y esto significaría el primer encuentro entre él entonces príncipe y Wallis Simpson.
Aunque para muchos la historia del hombre decidido a abdicar a la corona inglesa, luego de que su padre Jorge V muriera, para casarse con una mujer divorciada en dos ocasiones, representa un símbolo del amor incondicional, la realidad, según el biógrafo Andrew Morton, autor del libro Wallis in love, lo que llevó a Eduardo VIII a renunciar el 10 de diciembre de 1936 a favor de su hermano quien reinaría como Jorge VI, fue la obsesión y codependencia que tenía hacia Wallis, porque ella nunca estuvo enamorada y lo único a lo que aspiraba era llegar a ser nombrada reina.
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Pero su ambición no sería cumplida y ambos tendrían que conformarse con el título nobiliario de Duques de Windsor, sin embargo, era innegable que en su afán por convencerla de pasar la vida a su lado, Eduardo VIII se esmeró dándole costosos regalos y accediendo a sus caprichos, que incluían el hecho de que él tuviera que estar presente cuando ella convivía con sus amantes, y que lo insultara y desprestigiara en público.
Contrario a lo que podría pensarse, convertirse en monarca no siempre es un motivo de alegría y según el autor Jean des Cars, cuando ya era un hecho su abdicación, Eduardo VIII lucía tranquilo y hasta feliz, mientras que el Duque de York, padre de la entonces princesa Isabel, y llamado a ocupar el trono, estaba destrozado, “lloraba en la casa de su madre al día siguiente y estaba preocupado por lo que venía para él”.
El rey tartamudo, como también se le conoció a Jorge VI, pudo superar no solamente su problema de lenguaje, además, como la mayoría de sus antepasados logró desempeñar un buen papel a lo largo de su reinado, y sobre todo, abrió el camino para que su primogénita Isabel pudiera convertirse en la heredera al trono.
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En su éxito la unión familiar que logró construir al lado de su esposa Isabel y de sus hijas Lilibeth y Margarita fue fundamental, no solo por la fortaleza y el apoyo incondicional que le brindaron –hay que recordar que fue su esposa quien fue determinante para el que rey superara la tartamudez-, también porque dentro de ese seno de seguridad y compromiso, se dio el ambiente propicio para que creciera una reina ejemplar: Isabel II.